
En un rincón apartado del tiempo, donde los años se acumulan en capas de olvido y memoria, yace un país construido sobre el vaivén de sus paisajes. Desde la eterna levedad de los páramos hasta los surcos insondables de las montañas cafeteras, el paisaje colombiano no es solo un marco donde se vive; es un personaje que respira, siente y, a veces, sangra en silencio.
Remedios la Bella, flotando en su ascenso al cielo, habría contemplado el desorden de Macondo como un reflejo de lo que somos: soñadores y descuidados, tejedores de utopías que rara vez se sostienen sobre pilares de realidad. La novela de nuestra tierra es similar. Entre montañas que se desgarran para abrir caminos y ríos que languidecen bajo el peso del asfalto, la pregunta persiste: ¿Quién se atreverá a tejer el vínculo perdido entre lo humano y lo natural?
Se busca a quienes, sin pretender reconocimiento, asuman la misión: custodiar lo tangible y lo intangible. Como las raíces ocultas de un árbol que sostienen la vida en silencio, trabajarán por preservar un bosque que regala sombras, una calle que conserva los pasos de generaciones, una colina cuya silueta resiste el embate del cemento. Su labor no se grita en plazas ni llena portadas, pero construye el alma invisible de los pueblos.
En estos días, mientras la adaptación de Cien años de soledad trata de conquistar nuevas generaciones, cabe preguntarse si también conquistará el sentido de la responsabilidad. Macondo no es solo una metáfora del realismo mágico; es un espejo de las urgencias que enfrentamos. ¿Qué sería de Macondo sin sus ceibas, sin su río que a veces se desbordaba como las pasiones de sus habitantes? La respuesta está escrita en la historia de quienes han perdido su paisaje: un pueblo sin árboles es un pueblo sin sombra, y un pueblo sin sombra es un pueblo sin futuro.
El camino hacia el futuro no pasa únicamente por los grandes proyectos ni las proclamas grandilocuentes. Está en los gestos sencillos de quienes, como Aureliano Buendía al grabar minuciosamente en placas de metal la historia de su familia, encuentran sentido en preservar algo que hable por generaciones. Estas placas no eran solo recuerdos; eran un acto de resistencia contra el olvido, una forma de asegurar que lo esencial no se diluyera en el río del tiempo.
Así como en Netflix se reviven los pasajes de García Márquez para un mundo globalizado, también nosotros podríamos redescubrir el valor de lo local. Porque cada lugar es un “Macondo”, una historia esperando ser contada, un espacio que susurra verdades en un mundo ensordecido por el ruido de la modernidad.
Tal vez, un día, cuando hayamos aprendido a ver con los ojos del “sentido”, podamos comprender que la belleza no necesita ser grandiosa para ser esencial. Y tal vez, en ese momento, recordemos que los verdaderos héroes de nuestra historia no son quienes alzan rascacielos, sino quienes, al pie de un árbol, aseguran que la sombra perdure para los que vendrán después.
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