Ellos son como el Paisaje que habitan. Aman la naturaleza y son generosos. Hay quienes anhelan un estado de cosas que ya no volverá. Hay quienes se han adaptado a los cambios y cada día, como quien abraza una militancia o un credo, vuelven a tomar su decisión de ser felices en este nuevo escenario de relaciones. Sus historias reflejan la transformación de un territorio excepcional, Patrimonio de la Humanidad por UNESCO.
En una pequeña finca de la vereda Puerto Espejo, los pájaros cantan y las ardillas corren por las ramas de samanes centenarios. Día a día manos afanosas cultivan el café, los fríjoles, el plátano. El cacao regala sus frutos a las personas y las ardillas. La huerta se prodiga en un montón de variedades “cuyo nombre no puedo acordarme”, como el país de ensueño de mi infancia. Día a día la tierra da sus frutos. Y todos los seres vivos comparten el alimento.
El Paisaje está vivo en las personas que lo habitan, y por boca de ellos, nos cuenta su historia.
Neorruralidad
Oscar y Rosario
Él pasa de los setenta y ella evidencia ser más joven. Y sin embargo los dos representan lo atemporal, como el aire, o el cielo.
El es enjuto y vivaz. Sus grandes ojos azules brillan cuando habla.
Ella es sonriente y calmada, como un agua mansa.
Viven en un pequeño pedazo de tierra, en el cual cultivan todo tipo de especies de pancoger. Aromáticas, fríjoles, hortalizas, todo convive en aparente desorden en el cual Óscar se mueve con soltura, identificando y localizando cada especie, hasta la más minúscula.
La espinaca de bejuco y la papa aérea parecen alimentos de cuento: son grandes trepadoras que recuerdan la planta de fríjol gigante de Jack el Cazagigantes. La hoja de la espinaca es del tamaño de una mano y es deliciosa.
Oscar y Rosario son campesinos “neorurales”. Después de pasar casi toda su vida en la ciudad, decidieron radicarse en un terreno pequeño heredado del padre de Oscar.
Este lugar en la vereda de Puerto Espejo, Armenia, Quindío, es su mundo. Y el mundo viene a ellos.
Han desarrollado un sistema de vida que consiste en intercambiar hospedaje y comida, por trabajo voluntario en las tareas del campo.
Por recomendación de una amiga, fueron llegando, de a uno o dos, jóvenes con ganas de viajar y de aprender. De Argentina, Chile, Francia, Suiza… cada persona con sus costumbres, con una actitud diferente hacia la vida y la tierra.
Ellos aprendieron de sus visitantes infinidad de recetas culinarias y también a cosechar arrancando una a una las hojas de las verduras, en lugar de coger toda la planta. Se nutrieron con deliciosas comidas de despedida, incontables abrazos y palabras de agradecimiento. Quienes vinieron aprendieron a amar la tierra, a cuidarla como un ser vivo, a ver el día a día de las plantas que alimentan el cuerpo y el espíritu. Conocieron frutos y degustaron sabores nuevos.
Oscar y Rosario viven agradecidos. Nunca saben con certeza quien vendrá a visitarlos. A todos los reciben con los brazos abiertos.
Tanto ellos como los que llegan, aprenden día a día que intercambiar y compartir saberes y vivencias, puede ser la más gratificante moneda de cambio. Las experiencias de vida con el territorio y las personas son indevaluables, incorruptibles, y son lo único que perdura en nosotros, para siempre.
Tradición
Jairo
Jairo es curtido y a la vez, hay algo jovial en su voz y en su semblante. Es como un árbol leñoso con una gran copa verde.
Siempre agradece por todo. Aún cuando atraviesa tiempos difíciles, siempre tiene fe en Dios y en las personas.
Tiene una fonda junto a la carretera, que desde hace un par de años no está abierta al público.
Una fonda cerrada es como el viejo patriarca de una gran familia. Ha sido testigo de incontables historias entrecruzadas; nido de amores clandestinos y punto de encuentro de los campesinos en el descanso del jornal.
Con el tiempo el entorno de la vereda Puerto Espejo se fue transformando. La ganadería colonizó las lomas donde antes se extendían los cafetales infinitos. Cultivos complementarios al café fueron ganando terreno: Plátano, sábila, aguacate. Las grandes fincas cafeteras se fueron fragmentando, para dar paso a nuevas formas de ocupación del territorio. Chalets, hoteles, condominios campestres. Estructuras espaciales que establecen una diferencia entre campesinos y urbanitas.
La fonda cerró cuando las personas dejaron de venir. Antes había campesinos por centenares; ahora los que quedan, además de ser en su mayoría itinerantes, se cuentan con los dedos.
Junto a los cultivos renovados, Jairo conserva de sus ancestros un pequeño cafetal de sombrío, con cafetos muy antiguos y árboles centenarios. Le gusta recorrerlo, mostrarlo a los visitantes, y contar la historia de su infancia en la finca, donde “se jugaba trabajando y se trabajaba jugando”. Siempre habla de los valores que le inculcó su padre: amor por la naturaleza y generosidad de compartir con todos los seres vivos los frutos de la tierra.
Un día, abandonando la frescura verde de su cafetal, Jairo me lleva a recorrer los campos yermos que rodean su parcela. Antes todo era café, recuerda.
La tierra circundante está cubierta de hierba seca. En el calor abrasador, desde un árbol solitario, se escucha el trino de un pájaro. Al fondo el samán centenario, catedral verde, extiende su copa hacia el territorio expectante, que espera renacer.
Relevo generacional
Cristian
Cristian es delgado, moreno y ágil. Baja por el camino como un guadual joven meciéndose al viento. Su rostro brillante y bien cincelado parece una escultura de bronce oscurecida por el tiempo.
Ama los pájaros y los cultivos. Conoce bien cada finca y su historia. Sabe que los platanales están enfermos porque no están dando frutos. Sabe que la hierba está seca porque, de tanto en tanto, algún trabajador itinerante la rocía con veneno. “A ellos no les gusta ver nada de hierba”, dice Cristian. No comprenden que la maleza representa la vida salvaje, indómita del suelo, y que cumple una función biológica que ayuda a los cultivos.
Su voz se aquieta cuando describe cómo eran las fincas vecinas hace algunos años. Por aquí, una tropa de trabajadores sacaban, cada día, cargas y cargas de plátano. Por allí, la abundante producción de café en los tiempos de la bonanza cafetera alimentaba la ilusión de la prosperidad inagotable.
Cristian quiere vivir cerca de la finca. Tal vez trabajando como maestro de una escuela rural, piensa.
Le duele la tierra improductiva en manos de unos pocos, el éxodo de campesinos a la ciudad. “Este es el presente”, afirma.
Desde hace apenas un año, hace parte de una asociación de jóvenes que está empezando a seleccionar, tostar y empaquetar el café que producen en las fincas para poder comercializarlo con un mayor valor agregado. Es un proyecto colectivo que ilusiona. Más allá de las diferencias, el grupo ha logrado participar en eventos de promoción y ventas, con muy buenos resultados.
A Cristian le pican las ganas de cambiar el mundo. Apoyar la construcción de un modelo agrario donde quepan todos. “Eso es el futuro”, dice.
Llegamos al pie de un mandarino inmenso. Cristian se trepa perdiéndose entre la copa. Baja con la camiseta cargada de mandarinas que me ofrece, sonriente, bajo el sol del mediodía.