Después de cada temporada turística, resuena la crónica recurrente sobre los desencantos que trae consigo la masiva afluencia de visitantes a los ya conocidos rincones de nuestro departamento. Este relato surge, no por costumbre, sino por una revelación casual de mi hijo en medio del tumulto, comparando el turismo con la leyenda de Midas.
«El mito del rey Midas es una historia de la mitología griega que cuenta cómo el rey Midas, deseando riqueza, obtiene el poder de convertir en oro todo lo que toca, pero pronto se da cuenta de que su don es en realidad una maldición cuando no puede comer ni abrazar a sus seres queridos, ya que todo se transforma en metal precioso. Finalmente, ruega que se le retire el don y aprende la lección de que la verdadera riqueza no está en el oro, sino en las relaciones y la vida misma.«
En las entrañas mismas de la tierra, donde alguna vez el rumor de la cosecha de café resonaba como un canto ancestral, se gesta hoy un drama de proporciones míticas. En uno de los rincones esmeralda de este departamento, una joya incrustada en las verdes colinas del Quindío, la saturación turística se asemeja al toque de Midas, pero, en este caso, no de oro, sino de multitudes incesantes.
En un lugar donde las montañas deberían hablar con sus silencios y las plazas susurrar relatos de hoy y de antaño, el bullicio constante, las filas y los artefactos incrustados en las laderas parecen desdibujar los contornos de la autenticidad. La “fiebre turística”, como una marea imparable, amenaza con llevarse consigo no solo la tranquilidad de los lugareños, sino también la esencia misma que hace a estos parajes mágicos.
Pero, ¿quién arroja la primera piedra en este juego peligroso?, si así son las cosas ahora ¿qué sucederá cuándo se “reemplacen las divisas del carbón y el petróleo por turismo como fuente de ingresos del país? Se ha desatado una vorágine de visitantes que, como invasores modernos, marchan hacia estas tierras sin mirar atrás. ¿Será que, como el Rey Midas, estamos condenados a pagar un precio desmedido por nuestros anhelos económicos?
Las cuadriculadas calles, antes testigos de romances silenciosos y relatos entre la bruma del café, ahora son escenario de selfies apresuradas y comercios que claman por atención. ¿Qué queda cuando la autenticidad se desvanece ante el resplandor de una fama efímera?
Es crucial, en este punto, detenernos y reflexionar sobre el equilibrio precario en el que nos encontramos. ¿Acaso el turismo, en su afán de ser el nuevo rey de la economía, nos está dejando sin aliento, sin espacio, sin identidad?
Las comunidades locales, los guardianes de estas tierras, ¿se convertirán en víctimas de su propio “encanto”?. Es tiempo de tomar decisiones reflexivas, de establecer límites y salvaguardar lo que hace del patrimonio cultural y natural lugares y paisajes únicos y a su vez universales.
En el juego de la sostenibilidad y la regeneración, el gobierno, los habitantes y los viajeros son jugadores esenciales. ¿Cómo jugar, entonces, con la sabiduría de quien entiende que el oro efímero de lo colateral al turismo, no puede eclipsar la riqueza perdurable de tradiciones, paisajes y modos de vida?.
En estos rincones del corazón de Colombia, donde cultura y naturaleza son un “matrimonio real” llamado Paisaje Cultural, ¿se debería permitir que la “codicia” del turismo de masas y sus presiones conexas, destruyan lo que el tiempo ha forjado con paciencia y esmero?. Que nuestras decisiones presentes no nos lleven a un futuro donde la magia se disuelva en la saturación y la identidad se desvanezca en la vorágine de lo efímero.